Quien remonte el viaje evolutivo realizado por la especie
humana hasta hoy llegará a las puertas del Paraíso. Para
desandar ese camino sería imprescindible demorarse en
cada uno de los breves y urgentes acontecimientos con
que los antecesores, dueños de su voluntad o sin quererlo,
dieron gestación a nuestra existencia. Son los momentos
animales de la vida humana. El celo, el cortejo, la captura,
el forzamiento, la lucha, la entrega, el desprendimiento,
el grito, la gula uterina al fin satisfecha, el inicio
de la germinación. Una pizca de lumbre en la panza. Toda
preñez remite a una anterior y así sucesivamente. Hemos
dependido, para existir, de la excitación y el anhelo
de parientes desconocidos cuyo linaje comenzó con el primero
de todos los ombligos. La supervivencia posterior al nacimiento
es lucha y cada persona persigue triunfos y trofeos. Pero
al mirar hacia el origen vemos que cada uno de los hombres
y mujeres que durante siglos engendraron vidas anteriores
a las nuestras debieron ovillarse, abrazarse a sí mismos
en forma de ovalo, a fin de ser expelidos al mundo. Así
de pequeña es la puerta que fuera forzada nueve meses
antes y que había garantizado cobijo y nutrición, al inevitable
costo de anhelar amparo carnal perenne una vez que se
ha puesto un pie, y lanzado un gemido, en la intemperie.
I
Cabezas de serpiente coronaban, a modo
de cabellera, el rostro de la
Medusa, cuya mirada podía petrificar
en seco al hombre necio que se atreviera a sostenerla,
e incluso al más valiente. Eso creían los griegos en
la antigüedad. Y aunque jamás nadie volvió triunfante
de ese duelo desigual todos los hombres buscan abrirse
paso hacia la imantada guarida de la medusa, velada
por la seda o el algodón.
II
Donde la monogamia falla la pornografía
prospera, puesto que el contrato social que ella propone
a sus audiencias es el del harén, no el del hogar. Sin
los medios masivos de comunicación esa pulseada hubiera
quedado indecisa. Así fue hasta hace algunas décadas,
pero el maridaje de la “revolución sexual” y el desenfado
mediático dio a luz al cuerpo pornográfico. Es una cría
de la época.
III
El radio de acción de las “políticas de
la vida” incumbe a los millones que nacen, trajinan
y sucumben con cada nuevo día, y a los que se administran
raciones ponderadas de dolor y de salud. Por el contrario,
hasta su “revelación” pública, no hace más de veinte
o treinta años, la pornografía era un asunto clandestino,
oscuro y pecaminoso. A ella se accedía no sin dificultad
y vergüenza. Hoy, la televisión codificada e Internet
favorecen su diseminación. Un salto tecnológico acoplado
a un flujo de libido largamente contenido, y todo eso
en apenas un cuarto de siglo. Pero la innovación
técnica no es la causa de la ubicua y prolífica presencia
de la imagen pornográfica. La causalidad tecnológica
es coadyuvante, no originaria, y actúa más bien en tiempo
diferido. Fue, en la década de 1960, el reclamo juvenil
del derecho al placer tan solo por haber sido traídos
a la Tierra la causa motora de
la posterior exposición de la pornografía a la
luz pública. Un género audiovisual cuyo único fin es
potenciar la lujuria encontró un aliado en la permisividad
paternalista en cuestiones de atrevimiento sexual,
en tanto y en cuanto la movilización de las energías
afectivas de la población desemboque en rutinas
combinables con la mercancía. No es tan sorprendente,
entonces, que el centro de gravedad de la pornografía
sea la carne femenina para contento y solaz del punto
de vista masculino: resulta ser un efecto lateral, no
querido y no pensado, de las luchas por la emancipación
social de la mujer del último medio siglo. Por otra
parte, la escena pornográfica es el último refugio que
le resta al hombre donde manipular hembras a gusto y
placer.
IV
En numerosas civilizaciones antiguas, en
especial en la cuenca del Mediterráneo, se desarrolló
la costumbre de la “prostitución sagrada”. Ritualmente,
las mujeres ofrecían sus cuerpos a los hombres de la
ciudad en cierto momento de sus vidas. Era una ceremonia
“de paso” y existían diosas específicas que alentaban
la entrega de la mitad de la población a la otra mitad,
según la coacción ancestral al intercambio de mujeres.
En la pornografía se puede atisbar, aún activo, un resto
de aquel paganismo. Las innumerables situaciones y posiciones
representadas resultan ser fotogramas evocatorios de
aquella entrega ritual, pero revelados en laboratorios
instalados por el orden patriarcal.
V
La invención del traje de baño de dos piezas
supuso un paso adelante en la fragmentación del cuerpo
femenino, en su atomización. También los atolones se
componen de múltiples partes separadas, como el así
llamado “Bikini”, en la Micronesia, que motivó el apodo. La pronta extensión
de su uso no fue otra cosa que un acto tolerable de
strip-tease en público luego multiplicado en todas las
costas arenosas del mundo. La censura perdía una batalla,
ya previamente escenificada en “burlesques”. La progresiva
desnudez femenina principió hace cien años –época en
la cual se instalaron máquinas de peep-shows en las
zonas comerciales de la ciudad– con los tobillos y el
escote, y al fin se difundió hacia los hombros, la espalda
y el abdomen. En las playas, un bretel horizontal era
ahora el solitario custodio del pudor. Al comienzo,
no muchas mujeres descartaron el traje de baño “enterizo”:
hacerlo implicaba arrancarse más de un velo. Pero los
triángulos simétricos pronto fueron aceptados por nuevas
camadas generacionales cuyas expectativas exhibicionistas
remedaban las poses de las admiradas estrellas de cine,
que por su parte ya venían propagando la exposición
de zonas de la piel antes inaccesibles a la inspección
visual. Eran “chicas de tapa” cuyo destino final era
la decoración de cuartos de adolescentes o de paredes
de vulcanerías. Quizás el tabú mayor que fue necesario
dejar atrás concerniera al ombligo, origen del mundo,
cuya hondura anticipa la durmiente penumbra de la vulva.
Es su maqueta a escala, su antesala también, y su última
estribación.
VI
Aunque grandilocuente como un bonsái y
monotemático como un cíclope, el cuerno de la abundancia
no da frutos sino en presencia de su musa inspiradora.
VII
La ley, la aversión y la vergüenza dan
la medida de la desnudez humana, pero no la de todas
sus proporciones. El arte puede dar cuenta del esplendor
de un cuerpo, pero es raro que no exponga también sus
incomodidades y sus heridas. La imagen pornográfica
es, en cambio, idílica, atemporal. En ella el tiempo
no deja mancha ni marchita. Otras visiones provienen
de la resaca abandonada por los sueños, de lo susurrado
en el confesionario o de lo informado luego de una primera
noche de todas las noches: son relatos parciales de
experiencias rememoradas como entre sombras. Sólo el
tacto registra los estremecimientos del pudor, y del
impudor, sin los prejuicios que acarrea la vista. La
precisión táctil es ciega y torpe, como lo es también
el homenaje que la pornografía brinda a la belleza femenina.
VIII
A mitad del siglo XX el erotismo posible
concernía a mujeres un poco sueltas de cuerpo, de estilo
“moderno”, y en el rincón opuesto al vulnerador de la
voluntad femenina a fuerza de arsenal lingüístico. El
cazador era viril y protector; la presa, tierna y dadivosa;
y el lenguaje del cortejo amoroso ya estaba siendo liberado
de constreñimientos diplomáticos. El aspecto esmirriado
era, por entonces, confesión de enfermedad y miseria,
de modo que la silueta femenina resultaba ser más pulposa,
el ideal de página central de revista “para hombres”.
Pronto llegaría la así llamada “revolución sexual”,
que dio variados frutos: se potenció el feminismo, se
resucitó el discurso del “amor libre” –de raigambre
anarquista– y se promovió la sinceridad relacional a
rango de ideal en tanto se execraba la hipocresía matrimonial
de las generaciones anteriores. No obstante, el espiral
se mordió la cola: la apariencia corporal devino nuevamente
en mercancía, en señuelo, en arma de fuego. Mujeres
adiestradas por medio del capital simbólico de que las
dotó un par de generaciones de padres comerciantes o
profesionales, pero que ya no pueden garantizarles una
“posición social”, una “postura”, venden entonces la
apostura de un modo socialmente aceptable. De allí que
las industrias de la carne se dediquen a compensar las
desgracias del cuerpo “imperfecto” y que la sexología
haya devenido en psicoterapia y en asesoría. Disfunciones
mayores ya pasan al campo de la farmacopea. Y así como
el proyecto “genoma humano” pretende llegar hasta el
último e infinitesimal átomo de célula del organismo,
también la pornografía aspita a transparentar todos
los detalles de la piel. En ambos casos, se oferta una
ilusión de felicidad: el gen de la gordura encontrado
y reducido, la disfunción eréctil al fin derrotada.
IX
La “explotación del cuerpo de la mujer”.
La consigna es cierta considerada en general, pero se
vuelve incierta a medida que se extiende y ramifica
a través de las nervaduras grupales hasta detenerse
en los casos particulares. Los hilos que anudan deseo
y política suelen ser de distinta extensión, color y
grosor, sin contar las hilachas ocultas. En el género
pornográfico el placer es unidireccional –se conjuga
en masculino– pero es inevitable que el cristal de las
fantasías eróticas personales esté facetado, aún a contrapelo,
por el mundo tal cual ha sido hasta el momento. Por
otra parte, el desconocimiento del mecanismo afectivo
de la sexualidad femenina es el antecedente de la mirada
masculina en la degustación de pornografía. En ese mundo
el hombre es autárquico, como lo sería un solipsista
que fuera elevado al rango de jefe de la horda.
X
El consumo de pornografía no es precondición
necesaria de su adopción pública. En general se responde
a su llamado porque se ha olfateado su almizcle en el
aire de los tiempos. El género emite su furor genital
para todos y para nadie, en forma radial, y para mesmerización
de hombres y mujeres fuera de toda sospecha: el strip-tease
se vuelve numerito obligado de las reuniones de ex-alumnos
de escuelas secundarias y el baile de caño sustituye
al juego de poner la cola al chancho en las fiestas
de los geriátricos y la confesión de los delitos del
pene y la vagina se trompetea en el horario central
de la programación televisiva antes que en confesionarios
por hora y en el tiempo que lleva dejar acharoladas
la cocina y el salón comedor las amas de casa ensayan
y actualizan acrobacias e histrionismos de cabaret.
Todo esto es inocuo, apenas un grano de pimienta arrojado
sobre el ajuar de bodas. El glamour del vicio es reconocible,
sí, pero está inmunizado contra eventuales intrusiones
del mal.
XI
La meca del cine promueve el “divismo”,
en tanto la industria pornográfica lo hace con la categoría
simétrica de “pornostar”, y asimismo con la más prolífica
de “actriz pornográfica”, a secas, que es similar a
la “figuración” en el reparto actoral y afín a los números
vivos de los bares de desnudistas, hasta desembocar
en un caudal innumerable de maniquís animados en poses
diversas que se corresponden con los elencos de extras
de un film o, llegado el caso, con las performances
conyugales atesoradas en formato de video. Pero son
tantos, y tan variados, los cuerpos expuestos que casi
toda mujer podría encontrar a su “doble” en alguno de
los escaques de este tablado barroco. Qué esas mujeres
exuberantes hayan pasado antes por el quirófano es una
verdad que no las impugna, pues también las estrellas
mismas confiesan haberse recostado alguna vez en ese
lecho de Procusto. Y para no decir una palabra de menos,
también lo han hecho, por pura vocación, cientos de
miles, quizás millones ya, de congéneres femeninas.
XII
No es el dormitorio, en particular el lecho
nupcial, el lugar exclusivo donde la pornografía anima
a sus fantasmas. Y aún cuando el lóbrego sótano o el
altillo angelical convoquen figuras eróticas a la imaginación,
quizás la mirada del pornógrafo cupiese mejor en el
ojo de la cerradura. Espera la bienvenida.
XIII
La ingesta de pornografía suscita la evocación
de escenarios personales previos y significativos, fenómeno
que concierne menos al psicólogo que al oráculo. El
teatro de sombras de la memoria arrastra consigo el
eco de lo dicho y lo escuchado, haya sido gorjeo o rugido,
por cuanto el oído fue, en aquéllas circunstancias,
testigo y archivo a la vez. Si la sonoridad fuera esencial
a la rememoración, entonces todo ruido, por más leve
o breve, habría sido pertinente: el tintineo de copas,
la risa, el frufrú de la ropa, la batahola de músculos
y encastres, el festejo. De igual manera, en el género
pornográfico, incluso el murmullo y la vibración y los
decibeles de los gemidos canoros adquieren personalidad
y cuerpo por sí mismos. Pero si se prescinde de la onda
acústica, entonces lo importante es el ritmo. En un
mundo silente, se privilegia la alternancia tanto como
los intervalos, y también los pulsos, compases y acentuaciones
de los movimientos corporales. Es la plenitud de la
pantomima. Y si el paso del tiempo logra que en la reminiscencia
se intensifique la silueta de la llama antes que su
calor ya disipado, en el ahora del acto pornográfico
la cinética de movimiento perpetuo se impone por sobre
la vocinglería al tiempo que los espectadores son transformados
en estatuas de sal.
XIV
Los ya anacrónicos desnudos en blanco y
negro eran las figuritas difíciles de la educación sexual
de los varones de otros tiempos, previa a su desfloramiento.
Bastaba la visión de una sola fotografía y un castillo
de naipes de consistencia opiácea se desplegaba en la
imaginación del adolescente, y en la del adulto también.
Eran el ábrete sésamo, la postal del paraíso al fin
límpida y correctamente enfocada. La subsiguiente lección
de anatomía quedaba a cargo de prostitutas: eran santas
profanas. Pero la dirección instructiva de la pornografía
actual se orienta menos hacia la imagen demoníaca de
la temporada en el infierno que hacia el catálogo ordenado
de placeres, al menos los de interés masculino. La exposición
de la piel es asumida ya no por mujeres “de la calle”
sino por las novias posibles de todo hombre que proyecte
fundar un hogar modelo.
XV
Cien años atrás, muy pocos, fuera del esposo,
tenían acceso legítimo al más angosto de todos los abismos.
Sólo médicos, parteras y clientes de burdel. Pero la
restricción de la vista se acompañaba de la inevitable
compulsión a ver. Así también Orfeo quiso contemplar
el rostro amado de Eurídice antes de ser ella reenviada
al otro mundo. Courbet se adelantó en mucho a su tiempo
cuando pintó El origen del mundo, la imagen detallada
del secreto femenino en primer plano, y quizás con ello
dio fin a una de las búsquedas de la pintura. En el
siglo XIX, su exposición pública hubiera hecho evidente
el punto de apoyo de los traumas burgueses. Pero hoy
las volutas del pubis son accesibles: el cine pornográfico
las volvió su sello de calidad pero ya antes habían
sido mostradas, y para todo público, en ocasión de la
primera transmisión televisiva en vivo de un “alumbramiento”,
allá por la década de 1970, y también se ha recurrido
a ellas –aunque parezca imposible– en carteles publicitarios.
Del mismo modo, el habito ya habitual de documentar
el nacimiento de un hijo en la sala de partos del hospital
encuentra su inmediata genealogía en el plano-detalle
con que comienzan, y acaban, las películas pornográficas.
XVI
La costumbre de muchas parejas de filmarse
a sí mismas en posiciones comprometidas no supone solamente
un ejercicio de narcisismo obsceno permitido y fomentado
por los modos tecnológicos actuales de la cosecha y
el acopio de imágenes. Ni souvenir ni registro ni eventual
afrodisíaco: es el influjo de la pornografía sobre los
camaradas de alcoba que activa en ellos la voluntad
de mimesis. Pretenden ser, para la cámara impávida,
la pareja sustituta de una actuación original filmada
en escenarios de cartón piedra. Hacen, por vocación,
lo que los otros proceden a hacer en forma profesional:
son su parodia incompetente.
XVII
El despliegue de la industria pornográfica
esta remedando, a escala, el nacimiento y auge del “séptimo
arte” en las antiguas barracas de madera de Hollywood.
La cuestión del pudor, en un caso y en el otro, nunca
dejó de estar en la mira de los espectadores, y en la
de los censores, y por lo tanto la historia del cinematógrafo
resulta ser un registro documental y en tiempo real
de la progresiva desnudez femenina. El strip-tease se
elevó del local de mala fama al palacio de cine, y aunque
pasarían décadas antes de que a esa danza de los siete
velos se le permitiera desvestir legítimamente el “origen
del mundo”, las actrices siempre estuvieron destinadas
a ser desnudistas. En la época “heroica” de los grandes
estudios los elencos femeninos eran reclutados a la
salida del teatro, el vaudeville y el cabaret, sin excluir
al circo. Inmediatamente llegarían las aspirantes, muchas
de ellas en fuga del tedio de pueblo chico, y no pocas
pagaron el acceso a los escenarios de filmación con
libras de carne. De igual manera, la industria pornográfica
recoge mujeres en discotecas, en bares del camino o
en producciones fílmicas caseras de nulo presupuesto
y ánimo de farsa. Algunas vienen huyendo de una vida
de miseria, otras tantas de la trata de blancas, no
faltan las que se ilusionan con hallar el vellocino
de oro, e incluso más de una visita ese infierno a modo
de plataforma estratégica apta para trascender hacia
escenarios más honorables o bien hacia un matrimonio
conveniente y de buen tono. Es inevitable que el sistema
de estrellato de esta industria, parodia del “star system”
de Hollywood, sumada a su creciente aceptación pública,
termine por atraer a princesas de los suburbios, a exhibicionistas
vocacionales, y a novias y esposas osadas. Esta exhibición
de carne faenada no es desemejante a la mostrada en
los concursos de belleza nacionales e internacionales,
en los cuáles participan mujeres “producidas” en gimnasios,
en clínicas dietéticas y en quirófanos.
XVIII
La pornografía deja correr el lenguaje
de la intimidad, que hasta el momento había sido “traducido”
para el gran público por la literatura sicalíptica o
“de soltero”, el folletín “sensualista”, la retórica
festiva del teatro de revista o por telenovelas y películas
apenas subidas de tono. Ese idioma estaba interdicto
en público porque emanaba no tanto del fuelle labial
como de vísceras crepitantes. Así sucede cuando las
cuerdas vocales son pellizcadas durante su máxima tensión.
Es probable que Adán y Eva se trataran con cortesía
parecida en un tiempo perfecto e irrecuperable: si esas
palabras briosas no fueron proferidas espontáneamente,
entonces esos primeros enamorados debieron aprenderlas
de los únicos seres que los observaban y acompañaban
sin juzgarlos, los animales, sus semejantes.
XIX
La boca sonriente es omnipresente en la
pornografía, como si fuera el pozo sin fondo de una
mujer fatal o bien la invitación a un mundo idílico
en el cual la felicidad es una obligación compartida.
Los labios eluden el bostezo tanto como sobrepasan la
sonrisa, que de por sí ya es un índice de aceptación.
Una vez tragado el pudor el grado de abertura bucal
desplaza a los demás rasgos faciales y se transforma
en centro de gravedad, se diría en “ombligo del cuerpo”.
El lenguaje, ladeado hacia el secreteo, el ronroneo
o el balbuceo, da rienda suelta a las zonas tórridas
del diccionario. Un babel de lenguas que progresan al
ritmo del embate o al de la libación, por cuanto el
habla íntima no tiene porqué corresponderse con un lenguaje
cívico. La incitación riente ha sido entrenada por la
falsa sonrisa de la publicidad, de la animación televisiva,
de la “atención al público” y de la “comedia de la seducción”;
y todas imitan la mueca de la muñeca inflable. De allí
que la actriz pornográfica entone una vez más la vieja
canción de las sirenas que antecede a todo naufragio:
en la garganta del diablo se eclipsan todos los hombres.
XX
La soledad, a toda edad, se desvive por
compañía. Pero la virgen a la que rezan los solitarios
es una diosa hindú de ocho brazos.
XXI
Muchos son los tonos con que puede ser
dicho un nombre de mujer y también muchas las acentuaciones
que pueden acompañarlo y asimismo numerosos los arrastres
y dejos de la dicción que enfatizan o trastocan los
sentidos de un nombrar, e incluso no escasean apócopes
y sobrenombres que no dejan impoluto al capricho del
lenguaje que desde siempre es el portavoz de sí misma.
Además, la aceleración y desaceleración en el decir
sus nombres necesariamente modifican la actitud y el
resuello, y al fin hasta las tonadas regionales cuentan.
Pero así como los nombres nos hacen evocar a personas,
también lo hacen con las circunstancias sensoriales
que nos engarzaron a ellas. La pornografía, que habla
en todas las lenguas, permite la exploración acústica
de voces que se resisten a ser proferidas del todo.
En otras épocas eso era tarea de la glosomancia.
XXII
Presentadas en sociedad, las actrices pornográficas
carecen, sin embargo, de nombre. También anónimas son
las mujeres desconocidas que nos resultan inmediatamente
adorables o deseables, sin que sepamos cómo llamarlas.
Dada la opción a un nombre de fantasía, la “X”, simétrica
como un mandala y llamativa como un cartel que advirtiera
la cercanía de un tabú, es la letra del alfabeto que
mejor se adecua al género. Equis de xenón, un elemento
que existe en el aire en muy escasa proporción. Las
mujeres-espía disponen de doble y hasta de triple documento
de identificación; las “mujeres de la calle” optan por
un alias que disfraza el santo y seña de origen; al
fin, en la pornografía, se eligen sobrenombres que se
vuelven, a veces, marcas registradas aún cuando por
lo general sean el chador de la identidad. En verdad,
muchos de los apodos a que recurren las mujeres develan
un doble fondo –un bajo fondo– y no son pocas las que
resguardan un seudónimo cuidadosamente ocultado a los
vínculos cercanos. Muy probablemente un nombre de guerra,
puesto que la carne masculina es, en las películas pornográficas,
un objeto a destruir.
XXIII
Es la joven inocente o la mujer de mundo
o la cautiva o la ninfómana, son los ogros de los cuentos
de infancia, es la esclava del amor de las leyendas
orientales, son los adoradores de la diosa de la fertilidad,
es la sirena aislada en medio de la tripulación, son
cefalópodos desplazándose en desorden, es la soldadera
de todas las guerras, son piratas de un solo ojo, es
la novia mancillada por sus pretendientes, son suicidas
en potencia, es una guillotina de hojas labiales, son
un tropel, es una estatua móvil, son juguetes de madera
que mienten por su genital, es la chica de sus sueños
descompuesta en esquirlas afrodisíacas que les incendian
el ánimo y la sangre, son monarcas derrocados luego
de agitarse como entre pesadillas. Los seres de este
mundo parecen haber escapado de una saturnal o de un
pandemonio, o más bien del ruedo donde la bestia y su
matador ponen nuevamente en acción a la vieja teoría
de la “lucha de los sexos”, esta vez en versión simpática
y con final empatado.
XXIV
La repugnancia queda concernida,
pero también el incesante anhelo de placer, que siempre
parece introducirse en la quietud corporal a la manera
de los intrusos. Algunos confirman su rechazo hacia
los poderes del sexo y otros dejan crecer la curiosidad
por la parte de “animalidad” del cuerpo humano. En ambos
casos, se teme o se ansía la revelación del doblez reprimido
de cada época. Es por eso que su proliferación actual
no es consecuencia única de los avances en la libertad
de expresión sino también de la voluntad general de
echar un vistazo al harén de Lucifer. Quizás los eclesiásticos
que la acusan de promover el libertinaje y los bienintencionados
que le atribuyen el rol de clase de anatomía para adolescentes
estén más cerca de la verdad. Y
por cierto, el cuarteamiento del cuerpo en órganos removibles
e injertables como resultado de los adelantos en la
técnica del transplante de órganos o de la cirugía estética
se corresponde con la fragmentación cinematográfica
de la piel en zonas significativas. Ya en los procesos
laborales modernos el cuerpo había sido descompuesto
en unidades útiles.
XXV
Las películas pornográficas
son siempre segundas partes. Y son, a fin de cuentas,
estáticas en su incesante ajetreo. Se parecen a las
naturalezas muertas que cuelgan de las paredes de los
museos, solo que los genitales y los adminículos eróticos
sustituyen a las frutas y al vino embotellado, y la
pantalla de televisión o de computadora a las salas
de exposición, donde también suelen exhibirse “desnudos”.
Lo que en un lado se degusta lentamente, a la manera
de los connaisseurs, en el otro se deglute en
tiempo de “fast-forward”,
como si éste fuera un método amateur de lectura veloz
para fotogramas.
XXVI
Es, sin tapujos, la exposición de la piel
y los genitales, aún cuando nada límpido se extraiga
de la imagen en el espejo salvo su deformación. Eso
no remite al grotesco ni a la representación de la lujuria,
sino al garabato o a la pintura inconclusa, incapaces
ambas de capturar todas las dimensiones posibles del
cuerpo, comenzando por el asombro ante la entrega y
siguiendo por el reconocimiento estremecido de la carne
efímera. Prima la comedia sobre el idilio, la audición
sobre el carnaval, la farsa sobre el juego y el baile
de disfraces sobre la noche de bodas perenne. Consumado
el desvestido, la desnudez no decepciona pero obnubila,
como si una obstinada hoja de parra brotara incesantemente
sobre el párpado oval repetido de mujer a mujer. El
desnudo, en la escultura, nos despierta el anhelo de
caricia y de consuelo, en tanto la pornografía incentiva,
en sus audiencias, instintos venatorios y afán de manoseo
y manipulación. Pero los ojos no son órganos del tacto,
sino de la admiración y del espanto.
XXVII
Lo diurno y lo nocturno condicionan la
visión de rostros y cuerpos. La piel, sometida a la
penumbra o al encandilamiento, queda en estado de empañamiento.
Sólo atisbos y planos únicos cegadores. Foco dirigido,
claro de luna o luz de trasnoche: la imagen se vuelve
negativo fotográfico, o bien dobladillo. Los ambientes
se difuminan hasta la alucinación, hasta devenir hologramas,
en cuyo centro los rasgos faciales y los frutos de la
pasión, tanto cóncavos como convexos, refulgen como
apariciones, o como metamorfosis. Las variaciones en
la iluminación dejan entrever máscaras distintas: con
luz atenuada son fantasmales; con la luz a pleno, semblantes
de rehén o halos de recién confesada. Al enmascaramiento
lumínico se superpone la mascarada, puesto que no hay
pornografía sin disfraz y sin cosmética. El afeite es
requisito del oficio: el rouge, el rubor y la pasta
oscura encubren a la vez que conceden brillo, espesor
y carácter al rostro femenino, prisma donde la vista
fija acaba descomponiéndose en delirio ocular. Realzada,
más bien enjaezada, la cara se eleva al estatuto de
icono. El arte de maquillar, aprendido en la niñez o
en la adolescencia mediante la atenta observación de
los rituales de la madre o de otras mujeres experimentadas
acumula el anhelo y el ansia de cientos y cientos de
antepasados femeninos de todos los tiempos, y así hasta
llegar a la mujer primogénita en el Paraíso y al sencillo
follaje que disimulaba su ardor, y que en aquella época
feliz y pretérita resultaba ser frontera de la honestidad
y zaguán de la tentación.
XXVIII
No es improbable que incluso las obscenidades
mayores de esta época sean vistas en el futuro como
pornografía cándida, tal como nosotros lo hacemos con
las viejas fotografías de inicios del siglo XX que mostraban
mujeres “rellenitas” y con boquita tipo corazón, y que
ya no abarrotan las bateas de los porno-shops sino las
de los anticuarios. Así también Babilonia rememoraba
a Sodoma y Gomorra tanto como al Jardín del Edén, cuyo
paradero sigue siendo desconocido hasta el día de hoy.
XXIX
El rostro iluminado de Cristo, las facciones
resplandecientes de la estrella de cine, los rasgos
faciales femeninos enfatizados por el maquillaje, los
gestos de buena voluntad emitidos por las actrices pornográficas:
santidad, divismo, simulación y entrega. María Magdalena,
Afrodita, Cupido y Eros los alumbran, no menos que a
la sonrisa de la madre reciente.
XXX
Luego de muchos años y años y años apenas
queda en pie una parva de huesos. La emoción a flor
de piel, el corazón abierto en canal, la sangre a punto
de hervir –la luz, el amor, la desesperación– ya se
han desvanecido de toda memoria. Por más que la calavera
gima y balbucee, no hay reciprocidad posible. Por dos
veces la carne y el alma abandonaron el cuerpo del hombre,
unidas en el soplo de semen enamorado arrojado al horno
de fuego y en un breve chisporroteo de fósforo óseo
reluciendo para nadie en algún cementerio. Al primer
abandono se le dice encarnarse en entraña de mujer;
al último, “fuego fatuo”. Así dan la bienvenida la especie
y la eternidad.
Referências bibliográficas
BRETON, André. Primer
manifiesto surrealista.
BO, Armando. Carne.
Película.
“CAPERUCITA roja y el
lobo feroz”. Cuanto tradicional para niños.
COURBET. El origen
del mundo. Pintura.
GRAVES, Robert. Los
dioses griegos.
LAWRENCE, D. H. El
amante de Lady Chatterley.
NEWTON, Helmuth. Portafolio de desnudos femeninos.
Fotografías.
|